Fernando Leal Carretero
Investigador de la Universidad de Guadalajara
Las personas tienen solamente dos fuentes de conocimiento del mundo, solo dos maneras en que pueden abrirse al mundo o el mundo abrirse a ellas: la experiencia personal y los libros. Ninguna de esas dos fuentes es completamente pura y límpida; ambas pueden confundir e inducir al engaño, cada una a su manera, pero ambas también son fuentes inagotables de luz, regocijo y provecho.
Si descontamos aquellas pocas y afortunadas o desafortunadas personas que han visto, hecho y padecido mucho, logrando con ello una riquísima experiencia personal, que han conocido muchísima gente y parajes, enfrentando de cerca y en directo circunstancias y peligros que los demás ignoramos, o hecho grandes descubrimientos —estoy pensando en personas como Gengis Khan o Winston Churchill, Edmund Hillary o Jacques Cousteau, Allan Pinkerton o Lao Tse, Pablo de Tarso o Thomas Edward Lawrence— , la verdad de las cosas es que la inmensa mayoría de los seres humanos tenemos una experiencia muy corta y limitada, conocemos a muy pocas personas y hemos estado en muy pocas situaciones. De allí viene la importancia de los libros. Es por ellos y solo por ellos que tenemos acceso a las experiencias individuales de innumerables otras personas, del presente y del pasado, e incluso puramente imaginarias. Porque los libros no nada más hablan de lo real.
Ninguna otra cosa que no sean los libros nos mostrará las ideas y los sentimientos de miles de seres humanos que nunca nos será dado conocer, ninguna otra nos colocará en predicamentos a los que nunca hubiéramos podido acceder en nuestras cortas vidas ni nos hará pensar cosas que nunca hubiéramos podido pensar con nuestras pequeñas mentes. Y es que los libros son como un espíritu, grande, inmenso, poderoso más allá de lo imaginable, el condensado de miles de mentes humanas. Si se ha dicho que las colmenas son como un organismo al que están subordinados los organismos individuales de las abejas que los forman, no sería una exageración decir que los libros forman una especie de colmena espiritual, o al menos el mecanismo que hace posible que la colmena perviva y prospere.
En principio, sin embargo, los libros no están escritos al azar, para quien los tome y lea, sino que los autores tienen una idea de sus lectores. En algunos casos llevan incluso dedicatoria: van dirigidos a los pares, a los amigos o a uno en particular, a la pareja o alos hijos, o a una comunidad de ideas, a los discípulos, a los que tienen interés en ciertas cosas, a los que han solicitado el libro; en fin, que los libros no son, al menos no de entrada y a primera vista, para todos ni para cualquiera. Aún así, la magia de los libros consiste precisamente en que, una vez lanzados al mar como la proverbial botella con su mensaje dentro, en principio cualquiera los puede tomar y verse atraído, llamado, concernido, seducido, impactado, incluso convertido y transformado o trastocado por ellos. Los libros crean a sus lectores, a veces para la sorpresa de su autor o la de los destinatarios originales.” Mira tú, quién iba a decir que este chico iba a leer ese libro y lo iba a leer de esa manera e iba sacar eso de su lectura.” Así son las cosas.
Podemos ir más lejos y decir que muchos autores andan de hecho, implícita o explícitamente, buscando precisamente a ese lector desconocido, imaginado, cómplice; y hasta puede decirse que hay libros que están escritos principalmente para dar con ese lector nuevo, posible o hasta imposible, que va a hacer algo con lo que el libro dice, algo impensado y glorioso. Sí los libros pueden crear lectores o transfigurarlos. Los ejemplos son legión.
Algunos de los lectores de un libro son, sin duda, otros autores, que escriben sus libros precisamente por haber leído otros, que hicieron necesario que uno se pusiera a escribir también, justo en un afán de responder al llamado de un libro o de varios. Decimos entonces que los libros son como puentes de comunicación entre los autores, y que parte de lo que los lectores hacen, o deberían hacer, si es que quieren entender los libros, es tratar de escuchar y comprender esa conversación de la humanidad que consiste en el diálogo de los autores, que consiste en escribir porque antes se leyó. Si no podemos entender un libro como lo que es, una respuesta a otros libros, tampoco vamos a entenderlo del todo. Los libros no existen solos, como islas perdidas en un océano de ruidos o silencios fláccidos e insignificantes; islas entre las que no habría puentes ni buques que lleven de una a otra. Más bien los libros son como eslabones de una cadena que no acaba ni acabará mientras haya lectores que sepan leer lo que leen.
En este punto creo recordar algo que leí alguna vez en Borges, y si Borges no lo dijo, debió haberlo dicho. El contexto, si no me equivoco, es la pregunta —siempre incontestada, siempre incontestable— de qué es primero, el huevo o la gallina. Borges, si es que fue Borges, dice que algo similar pasa con los libros y sus autores. ¿Qué es primero, el libro o el autor? De la gallina nace el huevo y del huevo nace la gallina, por eso es que no podemos decir qué es primero. Pues bien: del autor nace el libro, qué duda cabe, pero del libro nace el autor, según lo que hemos estado constatando. Entonces, ¿qué es primero el libro o el autor? Y en esa encrucijada nos damos cuenta (dice Borges o así lo recuerdo) —de repente y sobrecogidos— de que la conversación entre autores que habíamos imaginado es también, y exactamente por lo mismo, una conversación entre libros. ¡Qué cosa más curiosa! Visto así, los autores somos el instrumento mediante el cual los libros se comunican entre sí. Mire un poco el lector lo que le digo y verá que no miento ni exagero. La conversación de la humanidad es la conversación de los libros, entre los libros, para los libros. Pero nada de esto debe extrañarnos ni hay que verlo como una gracieta. Es la pura verdad, y la razón de ello es lo que dijimos antes, cuando hablamos de la colmena y del gran espíritu que surge de la unión, mediante los libros, de los millones y millones de experiencias personales individuales que se funden y combinan en y por los libros. Quienquiera que haya mirado los libros de verdad, quienquiera que se haya puesto a pensar en el milagro de los libros y el milagro de la creación y transfiguración de sus lectores, verá que cuando uno se acerca a los libros se da cuenta de que los libros somos nosotros mismos.
*Texto publicado en el libro 20 años de libros y milagros de la Editorial UDG